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Mi hermana Raquel

21 JUL 2019 I Relato: Memoria sociopolítica

Liz Stefhanie Cubillos Díaz

Aquel 14 de septiembre del 77, no solo sería el paro cívico más grande que sucedería en Colombia, sino también el último en que vería a mi hermana. Entusiastas saldríamos a reclamar, junto a muchos barrios de la capital, el pliego de peticiones que las centrales obreras exigían al gobierno caro del entonces presidente López Michelsen, cansados de su represión constante con la milicia, de la falta de vida digna en los servicios y en la canasta familiar. Salimos en familia sumados a los inconformes, sin tener idea de que Raquel ya tenía otros planes más radicales para su lucha.

Memoria del paro cívico colombiano I Fuente: Semanario Voz
Memoria del paro cívico colombiano I Fuente: Semanario Voz

Soy Raúl Díaz Díaz, llegué a Kennedy con mi familia a mis ocho años. Antes vivíamos en el barrio Gaitán en arriendo, pero mi mamá siempre deseó su casa propia, así que a escondidas de mi padre tomó la plata ahorrada –que iba a ser para un carro– y apartó un lote con el Instituto de Crédito Territorial; fuimos muy de buenas porque nos correspondió el lote central de la cuadra, zona que después se llamaría la Súper Ocho. Empezamos poco a poco a levantar la casa los fines de semana, mi hermana Raquel y yo no hacíamos nada más que jugar en ese tierrero con los niños de los lotes cercanos, mientras que mis padres echaban pala con algunos primos, amigos de la familia y vecinos que andaban en las mismas. Como tal, nunca tuvimos un trasteo oficial, las cosas iban llegando poco a poco.


Mi mamá montó una cigarrería en la entrada, que adecuó con un par de ranas para jugar. Mi papá cambió de empleo, como él era todero se adapta rápido a cualquier trabajo, entonces se volvió conductor de la Empresa Distrital de Servicios Públicos (EDIS) y siempre llegaba con cosas curiosas que se encontraba en las basuras, sobre todo juguetes para mi hermana y para mí, por ejemplo, una muñeca italiana finísima que mi mamá desempolvó y a la que le cosía vestidos, también carritos que yo pintaba y eran la envidia de mis primos, y a veces ropa casi nueva que mi mamá adecuaba para nosotros o revendía.


Al poco tiempo entramos a la escuela Japón a terminar la Primaria. Mi madre no creía mucho en eso de los colegios, ella prefería que la ayudáramos en la tienda, pero para mi papá sí era lo mejor, él decía que estudiar nos haría salir adelante, que si lográbamos tener una profesión podríamos ayudar a la gente. En fin… Ya estudiando mi mamá no reparaba en pegarnos si a alguno le iba mal, fila india y correazo seguro, decía que teníamos que ayudarnos mutuamente. La verdad, mi hermana era la que cargaba del bulto por mi culpa.


Cuando terminamos el grado quinto nos presentamos al Instituto Nacional de Educación Media (INEM), que era el mejor colegio del barrio, todo un hit en los colegios públicos, todos los vecinos querían que sus hijos estuvieran ahí. No era fácil el ingreso porque hacían un examen pesado, Raquel pasó de una, yo en cambio no. Mi mamá esa vez no nos pegó, solo me dijo seriamente: «Mire qué va a hacer, porque para colegio privado no hay plata». Lloré más que si me hubiera pegado, así que me tocó dedicarme a trabajar en la tienda mientras superaba la tristeza. Por fortuna había otros colegios como el Nuevo Kennedy, el John F., el Próspero Pinzón, el Tom Adams y La Amistad, casi muchos con nombres americanos por la visita del presidente Kennedy, que auspició la creación de este barrio en los años sesenta, y después de que se murió la gente decidió ponerle su apellido, porque antes se llamaba Techo. Dicen que antes de que él viniera lo único que había era el aeropuerto y el hipódromo, aunque mi mamá dice que eso es pura carreta, que aquí ya había gente viviendo desde los años cincuenta, y que debieron dejarle el nombre original de Techotiba, porque ahora todo el mundo va a creer que los gringos nos hicieron un favor, cuando lo que ellos querían era evitar que el comunismo se esparciera en estas tierras, así que con la Alianza para el Progreso y el presidente Lleras le dieron urbanización a esto; eso siempre lo ratifica mi mamá cuando alguien le insinúa que el barrio fue fundado por el expresidente.


En todo caso me matriculé en La Amistad y, como su nombre lo indica, hice muchas amistades. La verdad no es que yo fuera muy juicioso que digamos, pero no quería quedarme sin el título de bachiller, deseaba ingenuamente ser alguien en la vida. De paso volvieron las jueteras de mi mamá para que no bajará la guardia. En cambio a mi hermana le iba muy bien, era una de las mejores de su curso, la llevaban a competencias nacionales de matemáticas y química, siempre estaba al tanto de todo y comentando al respecto, a mi padre le encantaba escucharla, se sentía orgulloso. Además, ella iba a un grupo de estudio de historia, donde discutían sobre la situación social y económica de Colombia y otros países, era con profesores del INEM que venían de la Universidad Nacional o de la Libre. Mi hermana me llevó un par de veces­ –obligada más que todo por mi mamá­, para ver si a mí se me pegaba el hábito del estudio–, experimento que valió la pena porque conocí a la Mona, la amiga más linda de mi hermana, se sonrojaba con solo mirarla, y era a la única que le caía en gracia mis chistes.


Mi deseo por impresionarla me llevó a leer unos cuantos libros sobre la Revolución Cubana y aprenderme uno que otro poema de memoria, pero para mi hermana yo la hacía pasar vergüenza, me mataba con la mirada cada vez que yo quería participar, porque decía que no me esforzaba, que decía bobadas y que eso no era un recreo para conquistar muchachas, así que no me volvió a llevar. Por suerte, algunos amigos de Raquel terminaron mezclados con los míos, puesto que al frente de la casa había un potrero grandísimo donde jugábamos fútbol o béisbol con los vecinos que llegaron de la Costa, y hacíamos asados los domingos, en los que traté varias veces de conquistar a la Mona, que siempre me despedía con un beso en el cachete, y yo no me lo lavaba por días. Lástima que después pusieron una comisaría en la esquina del potrero, ya que había mucho borrachín y cazapeleas suelto, lo que hacía que nos reuniéramos cada vez menos, sobretodo porque la policía a veces interrumpía el juego para requisarnos, no escatimaban en nadie, fuera niño, joven o anciano.


Como nuestra casa era tan grande, se volvió la casa de las fiestas. A muchos vecinos les celebraban los cumpleaños, la primera comunión y los quince en nuestra sala, en especial a punta de salsa. Mi papá la prestaba sin problema al principio, ya después empezó a cobrar un poco sin ser abusivo, así nos volvimos famosos en el barrio, por ser buena gente y rumberos. En las reuniones la gente se quedaba hasta el amanecer y solía discutir de política, decían que los obreros se estaban organizando porque el gobierno nada que cumplía con lo pactado, como el alza de los sueldos, el pago de las horas extras, la mejora de los servicios y tras del hecho todo estaba cada vez más caro, en especial, porque estaban deteniendo sindicalistas para que no promovieron el inconformismo.


Doña Silvia, la vecina, contó que se le metió la policía a la casa sin previo aviso y le esculcaron un montón de cosas, alegando que el esposo era uno de los líderes del sindicato en la Sevillana, y por ende de los bulliciosos, que si le daba por seguir en esas lo iban a encarcelar y de paso le iban a quitar la casa ya que aún no la habían acabado de pagar. La señora se puso a llorar, sobre todo porque el esposo le respondió que él no iba abandonar la lucha y que estaban preparando un gran paro. Mi mamá le dijo que la entendía, pero que tampoco se la podían dejar montar del gobierno, que teníamos que apoyarnos como barrio, porque lo que se venía era serio. Y es que ya mi papá nos había contado que los transportadores también se iban a unir, porque era el colmo que las calles no estuvieran pavimentadas, que para eso pagábamos impuestos. Cada vez se hablaba más del tema, Raquel y yo estábamos entusiasmados con la idea, era la primera vez que iríamos a un paro. En el colegio era tema de charla constante en los descansos, no faltaban los pelados que nunca se comprometían con nada y miraban con malos ojos nuestra iniciativa. En la casa mi madre nos apoyaba, pero la ponía nerviosa que la fuerza pública nos hiciera algo, más que todo a mi padre, eso sí que la preocupaba. Ella creía que a nosotros por ser estudiantes no nos podían hacer nada, pero a él, quién sabe.


El paro estaba organizándose en varios barrios, lo cual era curioso, porque casi todo siempre se hace en la plaza de Bolívar, en el centro de la ciudad, pero esta vez las calles en todos lados se moverían. Todas las noches, mi padre nos contaba en que iban los preparativos, cómo se iban a distribuir y cuáles precauciones tener. Nos incluyó en las tareas que su grupo tenía, así que compramos unos voladores para tirarlos cuando iniciara el paro, ayudamos a mover llantas y tiramos tachuelas el día anterior por la avenida Primera de Mayo y Las Américas. Él ya había decidido que estaría con sus colegas de la EDIS, así que nos alistamos en la casa con mi mamá y hermana para marchar. En la televisión no dejaban de amenazar a quienes participáramos, pero al contrario de lo que esperaba el gobierno, más gente se unió y algunas vecinas ofrecieron sus casas como escondite por si tocaba correr de la Policía.

Cuando sonó la pólvora que anunciaba el inicio del paro, mi mamá nos puso a orar, le pidió a Dios que no nos pasara nada malo, porque él sabía que estábamos luchando por una causa justa. Empezamos a caminar a eso de la medianoche sobre la carrera ochenta en dirección a la Cruz Roja, la gente gritaba: «¡Se le acabó la hora a López Michelsen!». Algunos llevaban pancartas con la imagen caricaturizada del presidente; todo estaba oscuro y otros vecinos llevaban antorchas o linternas. A eso de las dos de la madrugada el asunto empezó a tornarse feo, sabíamos que iba a haber enfrentamientos con la Policía, pero no esperábamos que las provocaciones fueran a ser tan fuertes de lado y lado, sobre todo porque muchos estaban enervados con el estado de sitio.


De repente cortaron la electricidad y la policía comenzó a subir a la gente en camiones, mi mamá se asustó y dijo que fuéramos por mi papá, entre el tumulto alcanzamos a ver a algunos del grupo de estudio del INEM, pero mi mamá no nos dejó ir con ellos «¡Se quedan conmigo y punto!». En esas un carro se incendió y todos empezamos a correr, yo seguí con mi mamá, pero perdimos de vista a Raquel –seguro se fue con los del INEM, pensé–. Había mucho humo en las calles y a veces nos caían piedras sin saber de dónde venían, mi mamá angustiada se devolvió a buscar a mi hermana, pero en todo lado la Policía estaba cercando las cuadras y muchas personas se daban duro con ellos. Andábamos en esas cuando mi mamá vio a mi papá y trató de convencerlo de que nos fuéramos de ahí, que el alcalde había decretado toque de queda y que iba a barrer a todos los que estuvieran en el paro. Mi papá no hizo caso y antes nos dijo «De malas, así son las revoluciones». Entonces con mi mamá echamos a correr para la casa porque ya venían los camiones, cuando llegamos había uno que otro vidrio roto, seguramente trataron de asaltar la tienda pero no pudieron.


Amaneció y la turbulencia ya había pasado. Nos fuimos con mi mamá a buscar otra vez a Raquel en las casas de las vecinas, pero no estaba en ninguna, ellas nos dijeron que había heridos en la Cruz Roja, y algunos cuerpos, empecé a llorar de solo imaginarla ahí tirada, mi mamá me sacudió y me dijo que dejara la bobada, que las malas noticias eran las primeras en llegar. Concurrimos a toda a revisar, por suerte mi hermana no estaba, aunque tampoco había algún registro de que paso por ahí. Saliendo mi mamá me señaló el cuerpo de la Mona, la amiga de mi hermana que tanto me gustaba, yo sentí que el corazón se me paralizaba y no podía pronunciar palabra alguna, mi mamá me abrazó muy fuerte y me dijo que lo lamentaba, pero que debíamos seguir buscando a Raquel.


A las seis de la mañana nos notificaron que mi papá estaba retenido en el centro junto a otros colegas. Fuimos a sacarlo, pero al contrario de lo que creíamos, él se sentía dichoso de estar ahí; los obreros anunciaban que habían ganado la revuelta, que lograron las alzas de los salarios, eso solo lo diría el tiempo... Porque lo que sí pasó es que el gobierno le dio más plata a las fuerzas militares y creó un estatuto de seguridad para amedrentar las protestas. Cuando mi mamá le contó que no encontrábamos a Raquel, mi papá se enfureció, pensó que de pronto la habían desaparecido, puso a todos sus compañeros a buscar a mi hermana.


Estuvimos de aquí pa allá buscándola en otros barrios y centros de reclusión, hasta en Medicina Legal, nos regresamos para ver si había vuelto a la casa, pero nos encontramos fue con Doña Silvia, que nos esperaba con otra señora que tampoco hallaba al hijo. La señora nos dijo que él también estudiaba en el INEM e iba en décimo, y que Raquel fue varias veces a la casa a comer, al parecer eran novios y nosotros ni por enterados; yo traté de hacer memoria para ver si me sonaba del grupo de estudio, nunca vi a mi hermana coqueteando con nadie.


La señora nos anunció que Raquel debía estar con él, que el hijo tenía pensado irse al monte y unirse a la guerrilla, porque allá tiene familia, pero ella no creía que lo fuera a llevar a cabo. Sin embargo, él le dejó una nota, y se había llevado la ropa. Quedamos fríos cuando nos lo dijo, yo no podía ni quería imaginarme a mi hermana en esas, menos con un arma. Me alcancé a desplomar y cuando reaccioné me tenían en el sofá. La señora y mi mamá lloraban abrazadas, mi mamá no comprendía porque Raquel nunca le contó nada, eso era lo que más le dolía. Empezaron a verse todos los días para rezar el rosario, compartir fotos, jugar parques y hablar de otras cosas hasta que se hicieron íntimas.


Tiempo después mi hermana nos envió una carta, con la muñeca italiana que se había llevado. Nos daba a entender que estaba bien, que no pasaba hambre ni nada, que todo esto lo hacía por nosotros, mejor dicho, por todos, pero que no podía hablarnos seguido, que esperaba vernos cuando las cosas mejorarán, pero mientras iba a estar allá, luchando en lo que ella creía; nunca mencionó el lugar concreto donde está, ni cuando va a volver. Mi mamá fue aceptando la situación poco a poco, aunque siempre con mucha prudencia, no quería que los vecinos se enteraran para no crear estigmas, le dijo a todo el mundo que por sus buenas calificaciones se había ido a estudiar a Alemania, que le dieron una beca. Mi padre por el contrario la respalda, dice que es una valiente, que si él no estuviera tan viejo haría lo mismo. Yo en cambio no termino de acostumbrarme a no tenerla cerca, a veces me levanto a medianoche creyendo que ha vuelto, pero no es más que mi ilusión. No sé si ella ya sabrá lo de la Mona, tampoco sé si contarle… Será hasta que vuelva.


Hoy en día sigo ayudando a mi mamá con la tienda, a la que ahora le metió unos billares al fondo. Mi papá en este momento trabaja en Corabastos como verificador de carga y estamos terminando el tercer piso, la idea es arrendarlo ya que el barrio se ha crecido. En el potrero del frente van a hacer unos apartamentos así que lo tienen cercado, y ya no dejan jugar a nadie. A mí, curiosamente la pensadera solo se me quita estudiando, sin embargo ya no sé si esto de ser bachiller de verdad me sirva para ser alguien en la vida, pero al menos me mantiene ocupado, además, me he dado cuenta que soy bueno para la física, quizás después podría ser maestro, me gustaría contárselo a mi hermana…



Liz Stefhanie Cubillos Díaz es egresada del programa de Cine y Televisión de la Universidad Agustiniana y de la especialización en fotografía de la Universidad Nacional. Ha desarrollado los proyectos fotográficos: “La Terraza”, “El Only” y actualmente la serie “Las Súper Manzanas” sobre las primeras viviendas multifamiliares de Bogotá. También tiene experiencia en producción de campo e investigación para proyectos audiovisuales, y en docencia con niños y adolescentes. Le interesan los temas de investigación y memoria en torno a la sociopolítica.

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